divendres, 2 de març del 2007

Das Radikal Böse

“Los que se suicidaron lo hicieron porque la memoria se les hizo insoportable”.

Semprún

Fue el propio Semprún quien dijo, refiriéndose a la etapa de la Transición, que se puede decretar la amnistía pero no la amnesia.
Al igual que ocurre en las tragedias de Shakespeare, los recuerdos acaban por llamar a la puerta de nuestro sueño: mañana en la batalla piensa en mí, nos dicen también a nosotros, como a Ricardo III, los fantasmas de nuestra historia. No hay amnesia posible: el pasado reclama, a veces como un incómodo invitado, su sitio entre los presentes, hoy.
Semprún no nos ahorra un testimonio del horror al que no nos podemos acostumbrar pese a la lectura de muchos otros testimonios de supervivientes. Testimonio que, me parece, cumplen más con el propósito obsesivo de su autor de comprender lo incomprensible que le ha sucedido antes que con el de informar, alertar o sensibilizar al mundo. En esto creo consiste esta obra literaria, porque su vida ha sido una lucha para asimilar lo inasimilable.
¿Por qué decide Semprún escribir esta novela casi cuarenta años después de ser liberado de Buchenwald?, ¿porqué antes de tratar su trágica vivencia en un campo de concentración nazi aborda tantos otros temas de nuestra historia reciente, antes y después de ese suceso?. Wittgenstein, en el postulado 6º del Tractus Logicus Philosophicus dice: “La muerte no es un evento de la vida, la muerte no se experiencia”. El autor no ha vivido la muerte pero, a través de la constante muerte ajena que sucedía a su alrededor, los supervivientes de los campos sufrían la experiencia de la aceptación inrreductible de la muerte propia, un paso sin retorno que no es la muerte sino una manera de estar vivo, pero siendo tan sólo un espectro de lo un día fueron. Personas condenadas a vivir sin esperanza, pasión, alegría o deseo; un estigma de por vida que conduciría a muchas de ellas al suicidio al no poder tolerar este sin sentido.

En Buchenwald y en tantos otros campos de concentración (desde que los crearan los españoles en Cuba por primera vez) das radikal böse ha consistido en negar a sus residentes las propiedades fundamentales del ser humano y de la vida, que los hacían precisamente humanos y estar vivos: amor, fraternidad, felicidad, pasión, compasión, el deseo y la voluntad de vivir.
¿Qué le sucede a una persona que ha aceptado la muerte cuando sobrevive, cuando las la constante amenaza de la muerte desaparece de su vida diaria?
El autor lleva una vida suspendida entre dos estados –el de la vida física, pues tiene un cuerpo con necesidades biológicas, y el de la muerte existencial, pues su alma y su mente no encuentran una razón de ser. Semprún trata de volver a la vida a través del trabajo, la lectura, la militancia política, los amoríos; en fin, del olvido del pasado a través de una vida intensa, clandestina y anónima (parecida a la de los campos en ciertos aspectos) durante mucho tiempo, que le ayuda a mantener la mente ocupada para no recordar constantemente el mal. Aquel mal radical que Kant definía como la carencia de valores en la conducta del hombre. En estas condiciones el hombre mata sin escozores de conciencia, vive sin compasión. Acaso muere indiferente porque si la vida ajena no tiene valor, la propia tampoco la tiene.
El daño físico, Semprún, se recupera poco después de ser liberado, pero desde el primer día de la salida del campo y el primer momento en el que es consciente del daño existencial, moral, que ha sufrido (seguramente tras el primer intento de comunicarse sin éxito con los soldados británicos y especialmente con el soldado francés). Inicia un proceso de reconstrucción de sí mismo, para dar de nuevo sentido a su vida y a lo que ha vivido como cautivo, que le llevará décadas y del que es posible que no llegue a recuperarse nunca.
Creo que llegados a este punto puedo intentar establecer un paralelismo entre su vida tras recuperar su libertad, hasta el momento en el que finaliza este libro, con la propuesta de Eugène Marcel Proust en su obra À la recherche du temps perdu.
En ella los personajes intentan resolver el enigma del sentido de la vida, de sus vidas, de tres formas distintas, pero fracasan.
El primero es “el camino de la nobleza, del título, el derecho de nacimiento y la hidalguía”. La veían como el pegamento que mantiene unida la sociedad, cualquier sociedad en cualquier época. Creen que la aristocracia más importante es la nobleza del carácter, pero todo resulta vacío.
Semprún desestima esta posible vía ya en su juventud, pues sigue la senda del idealismo y la utopía del comunismo, militando en los maquis comunistas de Francia, por lo que es detenido y encerrado en Buchenwald, tras los pertinentes interrogatorios y torturas.
La segunda vía que propone Proust es “el amor; el amor sentimental, el sentimentalismo por las cosas familiares, a la memoria misma y la gente que pasa a formar parte del reino de las cosas familiares”. Al ser liberado, Semprún intenta vivir un nueva vida, olvidando lo vivido en los últimos dos años, entregándose a la pasión por sus autores favoritos, el amor por sus obras y la necesidad de practicar una militancia activa en el PCE, para justificar su ideología y el sentimiento de descontento hacia el nuevo régimen franquista en España y sobre todo para que la lucha y el sufrimiento, tanto suya como de tantos otros como él, no caiga en el olvido y tenga algún sentido, pero igual que los personajes de Proust, fracasa, pues eso no es realmente lo que desea, o cómo lo desea.
La tercera vía es la del arte y la música aunque en este caso no he conseguido encontrar una vía de conexión directa con el autor de la novela de Semprún. Podríamos concluir que el escritor español encuentra la belleza, que no la verdad, gracias a sus casi obsesivas lecturas y su interés por cualquier forma de manifestación del conocimiento humano, que a pesar de que lo enriquece enormemente como persona, no le lleva a la felicidad ni le proporciona la solución para poder deshacerse en parte de los fantasmas de su pasado y comprender lo que le pasó.
Fracasadas las tres vías, Proust expone una posible solución para desvelar el sentido de nuestras vidas. “El único viaje auténtico, la única fuente de la juventud, se encontrará no en viajar a tierras extrañas sino en tener ojos , en ver el universo a través de los ojos de otras personas, de un centenar de personas, y ver los cientos de universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es”. La consciencia escapando a los límites de la consciencia.
Semprún necesita cuarenta años para poder comprender mínimamente lo que le sucedió, escuchar a otras personas que tuvieron sus mismas vivencias o similares a las suyas, para poder compararlas y buscar la verdad de cada una de ellas y sobre todo de su propia vivencia. Cuarenta años para comprender el mundo y huir del idealismo utópico y acercarse al mundo real, el que pisa y no el que hay en su cabeza. Son años para redescubrirse a través de los ojos de otros y cuestionar su mirada de juventud respecto al mundo, con los ojos de otro.

En ese largo plazo, debió renegar de la ideología que reconoce como asimilada a la que lo persiguió a él. “El nazismo y el comunismo son la misma cosa a tal punto que Buchenwald siguió prestando servicios al totalitarismo comunista de Alemania Oriental como antes lo hizo al totalitarismo nazi”.
Semprún logró encontrar el sentido de su vida a través de la escritura, pero necesitó más de cuarenta años para alcanzar la verdad y comprender lo que debía hacer y eso es ¿La escritura o la vida?, la primera piedra para levantar un muro que oculte y le ayude a superar, pero no olvidar aquel trágico suceso que lo convirtió en un ser diferente al que maqui que fue detenido en Francia por la Gestapo en 1943.
El olvido tiene un precio; porque el olvido de Semprún implica negarse a escribir. La escritura nace del corazón y el corazón no olvida su condición espectral. La paradoja se pone en evidencia: vivir es la negación de la propia existencia, pero escribir es la confirmación, por dolorosa que sea, de la existencia propia. Él plasma en el papel, no la descripción testimonial, sino el horror que aún pervive en el propio ser. Tiene un compromiso consigo mismo que no se logra con el artificio del olvido.